Rosario sangra: el fenómeno silenciado de los chicos suicidas que convive con el flagelo narco

Por: Guillermo Paniaga @elguille22

Tema tabú, cuesta hablar de las casi 900 muertes autoinfligidas de chicos entre 15 y 24 años que dan por año en el país. Pero “si no se lo hace visible, ¿cómo hacemos para encontrar la solución?”, sostiene un especialista de la Universidad Nacional de Rosario. Un relato crudo que arranca ante una foto ante las tumbas del sector indigente en La Piedad. Comportamientos de tribu, drogas, no registro del riesgo y bullying.

 

Periodista sufre ataque e intento de robo en un taxi. Le pegan, dice. Da bronca, uno también fue víctima de asaltos y sabe lo que se siente. La periodista cuenta que el que quiere robarle tiene no más de 13 años, como los otros que se suman al asalto cuando el taxista intenta una defensa. Los pibes, 13 años, viven y duermen en la calle, sin techo y sin futuro. 13 años. Niños. “Lo que más bronca me da de todo esto” -dice la periodista- es que no había policías”. Otro canal, otra periodista que cuenta lo sucedido. La cámara enfoca a los chicos de no más de 13 años, que viven y duermen en la calle; les escrachan bien la cara y no es un directo, porque el rulo se repite una y otra vez; “atraparon a dos en pleno robo”, dice, menores a los que también filman; y se lamenta indignada: sí, se los lleva la policía, pero cuánto tiempo los van a tener adentro si no llegan ni a los 14 años. “Esta noche están acá de nuevo para seguir robando”, insiste. Y así el televidente descubre el campamento improvisado de cartones y nylon donde todavía tratan de dormir y evitar que los filmen otros pibes que no pueden tener más de 13 años; son niños, él también los ve, y se indigna junto con la cronista por las razones equivocadas.

Lo narrado en la introducción sucedió hace pocos días en Buenos Aires, la crónica e informe que sigue toma datos y realidades de y desde Rosario, otra ciudad de pibes sin calma, donde así como hay chicos como los de la Avenida 9 de Julio que están sobreviviendo, muchos otros están muriendo. Por las balas o por la desesperación. Hay una adolescencia argentina en riesgo permanente: en el país, más de dos pibes por día de entre 15 y 24 años se quitan la vida.

La necesidad de investigar para esta nota surgió de un recorrido por el sector de indigentes del cementerio La Piedad. Y de un preconcepto. Las anotaciones de las pequeñas cruces de madera, la mayoría blancas como señala el reglamento, otras pocas pintadas con los colores de Newell´s o Central, indicaban que una gran cantidad de esos sepulcros correspondía a chicos muy jóvenes, varones, menores de 20 años o de apenas poco más.

La tumba de un joven, con los colores de Newell's. Ph: Guillermo Paniaga.
La tumba de un joven, con los colores de Newell’s. Ph: Guillermo Paniaga.

De inmediato lo asocié con la casi diaria seguidilla de muertes que deja en Rosario el enfrentamiento entre bandas narcos. El director del cementerio, Alberto Fiorino, en parte lo confirma: más del 10% de los 90 servicios gratuitos a los declarados “pobres de solemnidad” del último año corresponde a decesos violentos, principalmente de varones jóvenes. Pero cuando recurro al Instituto Médico Legal de Rosario, donde se realizan las autopsias ordenadas por ley a todos los casos de muerte violenta o de origen indeterminado, accedo a un dato inesperado, de esos que hielan: en promedio, al menos 3 de las autopsias semanales que se realizan en el IML determinan que las muertes fueron el resultado de suicidio.

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Otra postal del sector de indigentes del cementerio La Piedad. Ph: Guillermo Paniaga.
Otra postal del sector de indigentes del cementerio La Piedad. Ph: Guillermo Paniaga.

El único patrón común que comparte la mayoría – dice la directora del Instituto, Alicia Cadierno- es que entre el 70 y 80 por ciento de los casos se trata de varones jóvenes que no completaron la educación primaria; es decir, que nacen y viven en un contexto socio económico de vulnerabilidad. Aunque “más que el contexto económico, que también tiene que ver, es el entramado familiar lo más relevante -aclara Cadierno-. Porque el que tiene una contención, al menos una persona a la que recurrir, genera una fortaleza interna ante la cual la valoración de la vida está por encima de todo”. Y desde aquí se abre otra ventana para entender la realidad durísima de los adolescentes en riesgo.

¿Qué hacer con estos datos? Desde los años de estudiante de periodismo era sabido para todos que “de eso no se habla” en los medios. La noticia de un suicidio genera contagio y lleva a otros suicidios, nos decían.

Cadierno, médica forenes, relata que el IML trabaja en conjunto con la Cátedra de Paidopsquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Rosario en el seguimiento de los familiares de chicos que se autoinfligieron la muerte. El hombre a consultar  entonces es José García Riera, psiquiatra y director de la cátedra.

Las oficinas y consultorios de paidopsiquiatría están en un edificio anexo al Centro Regional de Salud Mental “Dr. Agudo Ávila” de Rosario. Un guardia de seguridad, no mayor que los pacientes, controla sin mucho rigor el acceso. La primera visita es fallida: el doctor no se encuentra. Pero estará el día siguiente. Pido algún número o dirección de contacto para confirmar antes de volver. No es posible, en el edificio no hay teléfono, no hay internet. La sensación es que es un área al que no se le dedica mucha atención y más tarde el propio García Riera me lo confirmará: “cuando hicimos una jornada en la facultad sobre la problemática del suicidio adolescente, ¿sabés cuántos funcionarios -que invitamos- se acercaron a interesarse o a refutarme incluso? Cero, ninguno.

Empiezo la conversación explicándole mi temor sobre el abordaje del tema. Pero el profesional me asegura que silenciar los suicidios porque contagia es uno de los tantos mitos que rodea una temática que políticamente “no garpa”, porque pone en evidencia la calidad de vida de una sociedad. “Pero si no hablamos del problema, si no se lo hace visible, cómo hacemos para encontrar la solución, sostiene el psiquiatra que cuestiona, sí, el tratamiento sensacionalista del tema.

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El trabajo conjunto entre el Instituto Médico Legal y la cátedra de Paidopsiquiatría comienza de manera empírica, pero luego encuentra una metodología gracias al asesoramiento de Héctor Basile –también psiquiatra y profesional de referencia sobre esta problemática-  y el Manual de autopsia psicológica, de la cubana Teresita García Pérez-. Y logran esbozar protocolos de prevención pero, sobre todo, de posvención: con el adolescente, si sobrevive al intento, o con la familia y los amigos más cercanos para evitar que se replique, porque si el hecho se concreta “esa muerte deja una huella muy fuerte que no se diluye nunca, afirma García Riera.

La pregunta que se hicieron los profesionales al empezar a estudiar metodológicamente los crecientes casos de muerte adolescente es si el suicidio respondía a una complicación clínica previa o era consecuencia de una patología de la posmodernidad. “Se dan casos donde se puede sospechar una patología con identidad propia, un componente generacional no sólo derivado de una cuestión de modelado, sino que puede existir una vulnerabilidad genética, neuroquímica, que resultaría facilitadora de las conductas suicidas ante un evento frustrante y traumático”.

Pero también está el comportamiento de tribu e imitación. El choking game, al comienzo de la década, o el juego de la ballena azul, más recientemente, fueron desencadenante directo de muchas de las muertes autoinfligidas adolescentes y que disparó las alarmas temporales. Sin embargo, por indicadores sostenidos al comenzar el trabajo estadístico, la cátedra encontró que el factor desencadenante más frecuente entre los adolescentes es el bullying. “Pensamos que serían las drogas, pero encontramos que sumado al contexto de maltrato familiar, y de vulnerabilidad social, el bullying es de las mayores causas de suicidio entre los adolescentes”. Y en el contexto expansivo del uso y dependencia de las redes sociales e internet se enmarca el seguimiento de las patologías que podrían ser originarias de la posmodernidad.

Existen casos donde las lesiones o los decesos se dan como consecuencia de una conducta impulsiva en chicos que no tienen concepto del riesgo, por lo que no sería exacto hablar de suicidio. García Riera habla de una expansión de los límites de riesgo, motivada por la publicidad incentivadora: “un gran atrévete, el mundo es tuyo” que los lleva a situaciones de peligro innecesarias.

Y aunque no como factor preponderante, también el consumo de drogas es “facilitador de la aparición de estructuras vulnerables”. Depresiones post consumo en las que al propio paciente le cuesta reconocer como motivo “el uso de sustancias”. “Ocurre incluso con la marihuana -sostiene García Riera-. El síndrome de Anhedonia, ocasionado por el consumo crónico, va generando una especie de abatimiento, de falta experimentación de placer, y la cuestión existencial se entrelaza con cuestiones de personalidad. O incluso también después de las fiestas electrónicas, donde todo parece alegría, pero 48 o 72 horas después sobrevienen las depresiones”.

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El problema que encuentran para llevar una estadística más acertada con la cual profundizar el estudio es que muchos de los casos no se registran como suicidio (“un médico amigo de la familia firma un certificado de muerte por causas naturales y pasa”), ni tampoco los intentos, que por vergüenza e incluso por temor (“porque erróneamente se cree que los intentos son punibles penalmente y no lo son”) se prefiere tapar antes que recurrir por ayuda. Y es fundamental buscar asistencia profesional cuando se dan comportamientos como las autolaceraciones, autoagresiones o la ingesta excesiva de un medicamento, porque son señales de alarma de un posible desenlace mortal.

Cruces blancas. Panorámica en el cementario La Piedad, en Rosario. Ph: Guillermo Paniaga.
Cruces blancas. Panorámica del cementerio en Rosario. Ph: Guillermo Paniaga.

Es la desesperanza -reitera García Riera-; la desesperanza sin asistencia. “Muchas veces no existe una relación entre lo que podría considerase estímulo disparador a la acción en sí, sino a la representación interna de ese hecho. Hay una distorsión perceptiva –sostiene el psiquiatra- Es un momento de desorganización. Al que se suicida le pasan dos cosas: no ve una salida. Y al mismo tiempo espera que todo sea mejor donde crea que va a estar. Como dice Basile: el que se suicida, sabe que se mata; lo que no sabe es que se muere. También hay una cuestión simbólica, lo habla Freud en ‘Duelo y Melancolía’, está matando a un opresor, un perseguidor, un dolor; esa percepción se vuelve tan fuerte que distorsiona la realidad y aplica una solución radical e irreversible a algo que siempre tiene otra solución. El chico muchas veces no tiene armado el concepto abstracto de la muerte y su irreversibilidad. Es común en nuestra cultura decir: ‘se murió la abuelita porque estaba vieja y enferma y ahora está en una estrellita y desde allá nos mira’. ‘De acá te vas a la estrella, junto con el abuelo’. Si a eso le sumás a las divulgaciones reencarnacionistas que prenden en los jóvenes, que se venden como pan caliente, y la cosa del túnel, de que nos vienen a esperar, es casi la oferta mágica de una vida mejor en el más allá, un reseteo. En otros funciona como un ‘me voy a dormir y mañana será otro día’. El ideal adolescente de la inmortalidad. Dejo de sufrir, pensando que hay un después sin sufrimiento”.

Pero no. El psiquiatra respira y ese instante nos lleva directo a las fotos en La Piedad: “Lo único que hay es lo que vos encontraste, lo que te llevó a indagar sobre esto: hay tumbas y hay cuerpos; eso es lo que hay.

Ph: Guillermo Paniaga.
Ph: Guillermo Paniaga.

 

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