Una vez más, en la Argentina nos agobia la “sensación de impunidad”. Y lo más triste es que, como ocurre con la inseguridad, más que sensación es la realidad nuestra de cada día. Pasan los años y nada cambia: una y otra vez, la sociedad se estrella contra la frustración de comprobar que quienes tienen poner y dinero tienen “habilitada” la posibilidad de saltearse las normas, de vulnerarlas, de ser los protagonistas privilegiados de la desigualdad ante la ley. Y eso es trágico para un país. Porque la igualdad ante la Ley es el punto de partida de una sociedad democrática.
La corrupción es un fenómeno mundial grave. Cuando se convierte en sistémica, en lo que los estudiosos llaman la Gran Corrupción, sus efectos son siniestros. No sólo genera pérdidas por miles de millones de dólares al Estado, privándolo de fondos indispensables para cumplir sus obligaciones con las personas -seguridad, salud, educación, infraestructura y tantas otras-, sino que, a su vez, mata o destroza las vidas de muchos, como en la tragedia de Once, por solo mencionar uno de otros espantosos “daños colaterales” del saqueo al Estado.
En paralelo, la corrupción destruye las instituciones, nos hace perder la confianza en los tres poderes del Estado y nos hace descreer de la democracia misma
Los juicios por corrupción duran 14 años en promedio y casi siempre terminan sin pena ni gloria. Los corruptos siguen su vida normalmente, gozan de lo robado sin mayores problemas y hasta continúan ostentando posiciones de poder.
Casos como el del ex presidente Menem bastan para ejemplificarlo. Varias veces condenado (tras décadas de procesos interminables) por delitos gravísimos perpetrados durante su presidencia, sigue siendo senador nacional porque las condenas nunca llegan a quedar firmes. Incluso un alto Tribunal llegó al dislate de decir que una de esas causas, donde ya estaba condenado, debía ser dada por terminada… porque la Justicia tardó demasiado en juzgarlo.
No hablemos de los países con mejor calidad de vida e instituciones, donde los casos son aislados, poco significativos y severamente castigados. En nuestra misma Latinoamérica el cambio ha sido sustancial en los últimos años. El Lava Jato brasileño marca un hito en la lucha contra la corrupción, con más de 150 altos dirigentes de todos los partidos condenados y más de 3500 millones de dólares recuperados. En Perú, Ecuador y otros países los juicios avanzan y varios ex presidentes están presos.
Como contrapartida, en la Argentina, la Corte Suprema estuvo a punto de suspender, mediante un artilugio procesal extraño y totalmente inusual, el primer juicio oral a la ex presidenta Cristina Fernandez por delitos denunciados hace largos años y después de vergonzosas demoras.
Reaccionemos. Digamos basta. Como nunca en la historia, nuestro país está ante una gran oportunidad de poner un freno real a la corrupción sistémica. Durante décadas, la obra pública y las contrataciones del Estado han sido fuente de negocios espurios, de robo descarado de enormes fortunas a la sociedad.
Las causas penales han puesto en evidencia a qué extremos llegó el latrocinio durante los gobiernos recientes. Las pruebas se multiplican y sólo mediante juicios orales transparentes y públicos, realizados con rapidez y eficiencia podremos empezar recuperar algo de confianza en la Justicia.
La corrupción que involucra a buena parte del poder político y económico ha quedado al desnudo en causas como la de los Cuadernos y tantas otras. No es extraño que los poderosos afectados hablen de “persecuciones” o aleguen “nulidades”.
Nuestro arcaico sistema procesal sigue permitiendo a quienes tienen dinero suficiente para pagar a abogados caros y muy eficientes, capaces de obstaculizar por cualquier medio los procesos, ganar tiempo sin límites. Lo que en términos futboleros se llama “tirar la pelota afuera”, una y otra vez.
Pero la cuestión es más grave cuando la propia Corte Suprema acepta ese tipo de maniobras. Por eso es clave que todos reaccionemos para que estas maniobras no ocurran más. No permitamos que importantes sectores de poder -repitámoslo, político y económico- vuelvan a impedir que la corrupción sea realmente investigada, juzgada y condenada. Y avancemos de manera urgente sobre los instrumentos que permitan recuperar para el Estado los miles y miles de millones de dólares robados a la sociedad. Es otro aspecto fundamental en el que poco se ha avanzado.
No debería haber grieta frente a esto. La corrupción no tiene signo ideológico, no es “de izquierda” ni “de derecha”. Enfrentarla debería ser una Política de Estado ajena a la competencia electoral. Un primer paso para aspirar a construir una sociedad mejor.
Nota publicada en buenavibra.es