En la década del 30, hizo una obra de treinta metros cada quince días. Las realizó con hormigón armado. En cuatro años, desde 1936 a 1940, fueron casi setenta edificios . Durante años y años, esos descomunales cementerios, mataderos y municipalidades, con formas de Cristos, de ángeles oscuros, de cuchillos, resistieron en la planicie de la pampa bonaerense rodeados de misterio. Hoy son parte de la geografía y perla celebrada de cada poblado en el que se levantan, pero no siempre fue así.
Repartidos en dieciséis municipios, hilaron un recorrido de culto y muchos suben al auto para ir de pueblo en pueblo desde localidades como Balcarce hasta pueblos como Saldungaray para ver la magnánima e inquietante arquitectura de Francisco Salamone.
Durante décadas, fueron sólo los pueblos, los habitantes, y esos monstruos raros de la arquitectura salamónica que miraban desde arriba y que despertaban en muchos algo de inquietud. A fines de los noventa, alguien, un arquitecto, sobrevoló el cementerio de Saldungaray (una rueda de 18 metros de diámetro con la cabeza de un Cristo como clavada por una flecha en el centro) y tomó una fotografía. Y después vinieron más fotografías, y muestras, y documentales, y ficciones y el mito creció: ¿Quién fue ese italiano de apellido Salamone que esparció en la provincia de Buenos Aires una obra de esas magnitudes? ¿Qué relación tenía, más allá de la contractual, con el gobierno fascista de Fresco que financió su proyecto?¿Qué significaban esas construcciones? ¿Cómo elegía los lugares? ¿Dónde murió? ¿Por qué al final de sus días retiró de su presentación la palabra arquitecto y sólo se reconoció como ingeniero? Hay mucho de misterio y una obra que, sin dudas, impacta a quien se la cruza en su camino. En realidad, hoy todavía hay polémica y hay quien dice que en realidad Salamone nació en Buenos Aires. Así va la cosa. Sí se sabe que estudió en el Colegio Otto Krause de Buenos Aires y que abrazó el mandato familiar: estudió arquitectura e ingeniería en la Universidad de La Plata y en la de Córdoba, para seguir la profesión paterna. Allá, en tierra cordobesa, hizo sus primeras obras, hasta que volvió a Buenos Aires y su amistad con Manuel Fresco, entonces gobernador, le permitió imprimir su sello en la pampa bonaerense.
Azul, por ejemplo, tiene en la entrada de su cementerio al Ángel de la muerte custodiado por tres igual de gigantes y contundentes letras: RIP. Una vez fui a ver ese cementerio y una mujer, al pie de la figura, lloraba desconsolada. Para ella, en ese momento, no importaba la entrada; era, en definitiva, un cementerio. Pero toda la escena, enmarcada en esa arquitectura, se veía como algo más. Pienso en mí misma: crecí con visitas a Sierra de la Ventana, al sur de la provincia de Buenos Aires, que incluían pasada por Saldungaray, un pueblo a cinco kilómetros de allí. A la entrada, luego de un puente y una curva, en un camino de tierra, con las sierras de fondo, la rueda de hormigón desmesurada con la cabeza del Cristo en el centro resplandece como un rayo. Un portal dramático para la muerte. Entonces, de chica, no sabía quién era el que había construido ese lugar, pero ahí había algo más que un simple espacio para las tumbas. En 2002, una nota de Juan Forn hablaba de Salamone. El título era “El misterio de la piedra líquida”. Por esos años se empezaba a develar el misterio.
Hoy tiene sus seguidores. Como quienes sueñan alguna vez con hacer el camino del Inca, están quienes planean alguna vez hacer el recorrido que los lleve por todas sus obras, que hoy son Patrimonio y deben ser protegidas. Atrapa, se vuelve fetiche y obsesión. Hay muchos blogs dedicados a investigar su trabajo, y los municipios en el último tiempo han dedicado tiempo y dinero a preservar y difundirlo. Varios documentalistas, fotógrafos y escritores han sido seducidos por su arquitectura. Desde Mariano Llinás, en Historias Extraordinarias, hasta Josefina Licitra que hizo una crónica para la revista Orsai. Incluso, Cesar Aira, que creció con el paisaje de sus construcciones en Pringles le dedicó unas líneas.
Proyectaban la presencia del Estado pero lograba un efecto más. Era admirador del cineasta Fritz Lang. Llamó la atención de los especialistas por su conjunción de futurismo y Art Decó. En una época en la que la obra pública se resumía a puentes, escuelas, casinos, apostó por esas municipalidades, alumbrados, cementerios y mataderos hechos con toque obsesivo. Cristos, ángeles de la muerte y cuchillas de hormigón. No se sabe mucho de su vida. Vivió exiliado en Uruguay unos años, pero murió en 1959, en Buenos Aires en un relativo olvido, y sepultado desde el año 1992, en un jardín privado. La vida tiene un sentido del humor extraño.
Si les dan ganas de hacer el recorrido por su obra, acá tienen el link al Google Maps con una marca por cada edificación: La ruta Salamone tiene nombre propio.