El emblemático disco doble del cantautor fue el cierre de su trilogía eléctrica de mediados de los 60.
Por Pablo Strozza (@pstrozza)
Elegir cuál es el mejor disco de Bob Dylan puede producir interminables discusiones de sobremesa entre sus fans. Algunos optarán por la primera época de su carrera, en la que Dylan se presentaba como el adalid de la canción de protesta. Otros no dudarán y elegirán Blood On The Tracks, el álbum en el que dio cuenta de su divorcio de Sara Lownes. Para los más jóvenes, Time Out Of Mind puede ser visto como su Everest, y no faltarán quienes se vuelquen por la etapa cristiana del hombre y prefieran Slow Train Coming, respaldados por la opinión de Nick Cave, que lo pone en el número uno de sus preferencias. Pero todos coincidirán en que la trilogía eléctrica que integran Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde marcan un antes y un después en su trayectoria, gracias a la electrificación de su propuesta musical. “El equivalente a que, en el transcurso de un año y medio, los Smiths hayan publicado cuatro discos de la talla de The Queen Id Dead”, tal como se detalló en la revista francesa Les Inrockuptibles. Y, dentro de esas tres placas, el doble vinilo de Blonde on Blonde, del que se acaban de cumplir cincuenta años de su edición, se destaca por sobre los otros dos registros.
Blonde on Blonde fue grabado en Nashville con la crema de los cesionistas de la ciudad emblema de la música country, más los agregados de Robbie Robertson y Al Kooper, guitarrista y tecladista de confianza de Dylan, respectivamente. La primera de las tonadas grabadas fue “Sad Eyed Lady of the Lowlands”: una épica de once minutos y fracción registrada en vivo, que terminaría ocupando todo el lado B de la segunda placa y se transformaría en la canción pop más larga grabada hasta ese momento.
Ese fue el tono de la grabación: un Dylan en estado de gracia que entonaba algunos de sus mejores versos de todos los tiempos, lo que no es poco decir; y un puñado de músicos dispuestos a ir hacia el más allá con tal de que el resultado final de las grabaciones fuera de estupendo para arriba. Obviamente, el repertorio ayudaba para que el objetivo se cumpliera. Allí están “Rainy Day Women 12 & 35” (con su estribillo “Everybody must get stoned”, de referencia bíblica o drogona, según se prefiera), “I Want You” (seria candidata a ser elegida como la mejor declaración de amor en forma de canción de todos los tiempos”, “Visions of Johanna” (¿una alusión a su ex novia Joan Baez? Sólo Dylan lo sabe, o no), “Pledging My Time” y su exuberancia blusera, las inmortaesl “Just Like a Woman” y “Absolutely Sweet Marie” y el lamento de “Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again”, entre otras.
La aparición en el mercado de Blonde on Blonde coincidió con una gira de Dylan por Gran Bretaña, cuyos shows se dividían en una primera parte acústica, para beneplácito de sus fans de la primera hora y una segunda eléctrica, que despertaba la ira más furibunda entre esos seguidores incondicionales, que no dudaban en insultarlo y acusarlo de vendido por electrificar su música. El apogeo de ese maltrato se dio en un show en el Free Trade Hall de Manchester: cuando estaba por finalizar su set eléctrico, un fan no dudó y le gritó un sonoro “¡Judas!” a Dylan. Dylan, con la voz más amarga de toda la historia, le respondió “No te creo, sos un mentiroso”. Y le ordenó a su grupo “Play Fucking Loud!”, frase que a esta altura no merece traducción. Lo que siguió fue la mejor versión existente de un clásico llamado “Like a Rolling Stone”, y otro capítulo más en la construcción de una leyenda indestructible. Luego vendría su controvertido accidente mientras manejaba una moto en las inmediaciones de su casa, y un prematuro retiro. Pero en 1966 Bob Dylan era el rey del mundo. Fans como Los Beatles y Jimi Hendrix daban cuenta de eso. Recordar ese momento es algo único, y para eso tenemos a Blonde on Blonde.